Su concepción de la Divinidad es muy parecida a la de casi todas las antiguas civilizaciones: hay una deidad que rige sus trabajos, su mística: Huitzilopochtli. Según sus tradiciones, desde las lejanas tierras de Atzlán, sus sacerdotes habrían trasladado la estatua de este Dios, en un peregrinar de más de 150 años. Es el Dios de la Guerra Florida, de la actividad continua, de la victoria que hace florecer el Alma, y de la expansión exterior que procura la conquista de los pueblos que los rodean. Representa al Sol y también al Dios Marte romano. Su divisa, dice Sahagún, es la de un dragón que expulsa fuego por la boca. También se le representa como un colibrí (símbolo del alma) que eleva su vuelo hasta fundirse en la luz de la atmósfera solar. Pero además de esta Divinidad de «Estado», existe toda una concepción filosófica y cosmogónica de un Principio-Uno que gesta todas las cosas, de tradiciones recogidas por los toltecas y que entregaron a los aztecas al ser conquistados por ellos
El hombre en esta tierra es como un «espejismo», como la imagen fugaz de un sueño. Está atrapado en una cárcel de carne y sangre que le impide un conocimiento pleno de la verdad. Dicen sus poetas: «Nadie, nadie, nadie de verdad vive en la tierra». Pues la vida en la tierra es como un sueño del que despertamos con la muerte.
Sí, de un modo más bello y pedagógico que nuestros filósofos nihilistas, muestran la existencia terrestre como algo frágil, perecedero. La vida en la tierra nunca es plena; es, sin embargo, el lugar de prueba, el lugar de aprendizaje y planificación.
Esto hace que la vida sea como un juego en el que sin embargo nos afanamos como lo más importante. La intemporalidad no ha de ser motivo de aflicción y amargura, sino que nos debe ayudar a medir nuestras ambiciones y deseos en este mundo. Podemos convertir mediante el Arte de la Vida esta tristeza y limitación en un gozo sereno.
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